sombreros_elrincondemama

Sombreros de boulevard en Mayo

Recuerdo aquellas soleadas tardes en las que André y yo paseábamos por el boulevard. Niños que jugaban con su bicicleta a ser los héroes del tour, a ser capitanes de la marina, mientras las niñas saltaban a la comba y se sentían ingrávidas como las nubes. A veces André se perdía en sus pensamientos, el trabajo de oficina en ocasiones le robaba su sonrisa. En esos momentos le apretaba fuerte la mano y rápidamente volvía a mi lado. Me sonreía y nos perdíamos entre la gente, hasta que decidíamos detenernos en un terraza. Café o té dependía de la comida, del lugar, de quién nos rodeara, pero a veces creo que tomábamos lo que nos apetecía justificándolo con cualquier cosa. Era un ritual como otro cualquiera, una manía, una tradición  parte de nuestra normalidad.

Una buena tarde bien entrado el mes de mayo, se nos acercó una joven de aspecto muy humilde. Vendía pajaritas de papel de seda en diferentes tamaños y colores. Un trabajo simple, pero muy delicado pues dichas pajaritas estaban cuidadosamente pintadas y decoradas. Con pequeñas cuentas que brillaban al sol, delicadeza y mucho trabajo por unas pocas monedas. La compré una que era un broche, delicado y pequeño. Me quité el sombrero y lo prendí de él, mientras aquella chica se perdía en las terrazas enseñando su trabajo.

Siempre opino que un pequeño broche, una cinta o una diminuta pluma puede hacer que tu sombrero gane en belleza. El sombrero protege tu pelo de las inclemencias del tiempo. Te quita o da calor, a parte te complementa al conjunto de tu vestuario. Es lógico pues que un pequeño detalle le ayude a cincelar con maestría la imagen del buen gusto.

Y ahora en este lugar añoro tantas cosas, el sol, los paseos, los juegos de los niños. La sensación de no existir un mañana, de no abocar a las prisas ni a la melancolía. De ser y estar…de ser y estar…de estar.

[social_essentials]

Flores de primavera

Hoy he visto una flor. Era pequeña y delicada. Se escondía en una grieta del cemento del patio. Nadie la había visto excepto yo. Hizo que detuviera mi paseo normal, pero nadie se dio cuenta. Aquí cada una va a lo suyo, bastante tenemos ya en la cabeza para preocuparnos por otra persona. No hay espacio más que para una misma, para evitar la locura de estar encerrada y caer en una depresión aún más profunda. Aquella pequeña flor se abría paso a la luz, en esa herida que tenía el suelo sin importarla mejores suelos o mejores compañías.

Me hizo recordar mis pendientes de primavera. Los adquirió André en una boutique del centro después de una discusión suave de términos primaverales. Yo le contaba la felicidad de ver la primera mariposa, de ver los brotes y pequeñas flores en las ventanas. Como los jardines se ponían sus camisas de verdes, como los árboles aletargados estiraban las ramas y aparcaban el bostezo. Él me decía que odiaba las alergias, el polen y los insectos. Que un día ibas de verano y otro de invierno. Que el tiempo abrazaba la anarquía y no daba tregua a la previsión.

Yo opino que la imprevisión nos pone a prueba cuando se produce. Nos hace ver de que material estamos hechos y el aguante que somos capaces de soportar. Adoro las flores y si me hacen estornudar sonrio. Me encantan las mariposas, pero si se franquea el paso una araña, pues me cambio de acera. Que un día voy con guantes y otros con falda corta. Que mi armario y mi vestidor es la primera línea de fuego, en la que la batalla del día a día no da tregua.

Me encanta la primavera y sus altibajos. Los campos verdes, los aguaceros, las abejas perdidas, las campanas sonando, las primeras terrazas, los alevines y los jóvenes jilgueros. La luz es nueva, como las nuevas tendencias de moda. Nada es lo que era, y nunca lo que vendrá será igual que ahora. Ni mis zapatos, ni mis pendientes, ni el carmín que besa sus labios.

Con aquellos pendientes pasee muchas veces del brazo de André, siempre en primavera, siempre cuando lo nuevo reemplazaba lo viejo. Ya se fue el oscuro invierno, ya renacen las flores, rejuvenecen la sonrisas y la vida prosigue hasta otra nueva estación.

Siempre disfrutando, siempre mirando al cielo, como las flores, como los besos, como sus abrazos.

[social_essentials]

Las cartas

No sé lo que me pasó aquella mañana. Supongo que tenía prisa por salir a la calle para encontrarle y no me detuve a pensar lo que hacía. Entré en el ascensor perfumándome mientras aquel vecino desconocido me observaba en silencio. Las puertas se cerraron suavemente y el ascensor comenzó su camino hacia el portal. Por un momento pensé que al abrirse las puertas, él iba a estar esperándome pero al llegar al portal solo me observaba por encima de su periódico el portero. Salí a la calle en busca de un taxi. Deseaba ver su coche rojo encendiendo las luces como un guiño del destino que viene a buscarme. Pero llovía y no había taxis. Caminé un rato, no recuerdo cuanto, hasta que una lucecita verde me hizo levantar la mano. Entré en ese taxi y le indiqué la dirección donde pensaba que iba a estar esperándome. La ciudad estaba casi desierta, algún transeúnte con su perro y su paraguas, algún autobús vacío. Era como si la lluvia no invitara al encuentro, como si la espera de ver a quién amas se refugiara tras una nube.

No quería esperar a los rayos de sol, menos a la calma que precede a la tempestad, quería verle, necesitaba verle. Casi sin darme cuenta llegamos a la dirección indicada, no había luces y parecía cerrado. Por no quedarme sola, le dije al taxista que por favor esperara, quería cerciorarme. Bajé del vehículo y me acerqué a la puerta de aquel lugar tan de moda. La puerta estaba cerrada y no se veía luz. Miré alrededor, algún cartel, algún indicador y nada. Había un timbre que pulsé sin respuesta, como mi búsqueda que no encontraba su correspondencia.

No entendía nada y subí al taxi de nuevo. Le indiqué que me devolviera a la dirección de mi domicilio. De verdad que no lo entendía. Abrí mi bolso de piel de pitón en busca del teléfono, quería llamarle y preguntar que es lo que había ocurrido, porqué estaba cerrado aquel lugar, donde me estaba esperando. Pero dentro del bolso no había nada, solo mis cartas; las suyas y nada más. Las estuve leyendo y releyendo toda la noche, olían a su perfume, tenían su voz, su tacto y su mirada. Y por la premura de verle, de abrazarle y sentirme en sus brazos, obvie lo importante para el día a día y me llevé lo verdaderamente importante, sus cartas.

Sin dinero, sin teléfono, con mi bolso, mis tacones y sombrero le comuniqué al conductor mi problema. El taxista sin quitar la vista de la conducción me dijo sonriendo: “No se preocupe señorita, que ya me ha pagado con su presencia”. Sorprendida le dije que me esperara, que subiría a mi piso en busca del dinero, y el encogiéndose de hombros, me dijo que no me preocupara, que otro día.

Nos detuvimos, llegamos a casa y la puerta se abrió. Allí estaba él con su paraguas y cara de sorprendido, ¿de donde vienes? ¿No íbamos al cine? Y asombrada, recordando que los domingos no abren aquel lugar de moda, que los domingos son de cine, y que salí una hora antes de casa.

 Son las cartas, las cosas que atesoran algunos bolsos, el mejor salvoconducto para perderse en la lluvia y para que por su puesto, te encuentren.

[social_essentials]

 Bolso Piton

Anillo dhoti

Palacios Blancos

Siempre echaré de menos los palacios de Calcuta. Sus mármoles blancos, sus mil olores exóticos, la belleza de sus jardines, aquellos atardeceres turquesas. Solo fue un verano, a él le destinaron de su empresa a la India, tenía que firmar uno de sus aburridos acuerdos y me llevó consigo. Esos acuerdos podían durar semanas enteras, por eso siempre me llevaba con él. Yo hacía turismo y él trabajaba, pero siempre nos encontrábamos como dos desconocidos. Nos gustaba jugar, estamos muy enamorados y la vida era una sucesión de fotogramas en los que figurábamos como los artistas principales de la misma.

Fue en uno de esos juegos, en un antiguo palacete propiedad de la Compañía de Indias, reconvertido en un restaurante de lujo donde sucedió una de las mejores fantasías de mi vida. Mientras esperaba ojeando un periódico ilegible para mí, vi como se acercaba un hombre hindú con su Dhoti blanco. Supuse que se sentaría en la mesa contigua a la mía pero no le di más importancia. Yo pasaba las páginas observando con detenimiento las fotografías en un experimento propio, para intentar descifrar los titulares en ese alfabeto sánscrito con la imagen que les acompañaba. No sé cuanto tiempo pasó, cinco minutos o tal vez diez, pero al levantar la vista del periódico allí estaba él hindú sonriendo…espera…no era un hindú…¡era él!

dhoti

 El Dhoti blanco puro le hacía resaltar sus facciones, su bella mirada, su sonrisa de nuevo hindú, el cómplice de mi vida. Mientras se acercaba el dedo índice a los labios me susurró “No digas nada”. Nada podía decirle estaba sorprendida, muy gratamente sorprendida, casi hipnotizada. Me despertó un poco el tacto de un anillo en mi dedo, el fino metal plateado un poco más frío que el caluroso ambiente, y los detalles labrados que un rayo plateado de sol tuvo la gentileza de mostrarme.

 Siempre recordaré aquellos palacios de la India, especialmente los de mármol blanco y templadas cortinas de seda.

[social_essentials]

Anillo dhoti