Siempre echaré de menos los palacios de Calcuta. Sus mármoles blancos, sus mil olores exóticos, la belleza de sus jardines, aquellos atardeceres turquesas. Solo fue un verano, a él le destinaron de su empresa a la India, tenía que firmar uno de sus aburridos acuerdos y me llevó consigo. Esos acuerdos podían durar semanas enteras, por eso siempre me llevaba con él. Yo hacía turismo y él trabajaba, pero siempre nos encontrábamos como dos desconocidos. Nos gustaba jugar, estamos muy enamorados y la vida era una sucesión de fotogramas en los que figurábamos como los artistas principales de la misma.
Fue en uno de esos juegos, en un antiguo palacete propiedad de la Compañía de Indias, reconvertido en un restaurante de lujo donde sucedió una de las mejores fantasías de mi vida. Mientras esperaba ojeando un periódico ilegible para mí, vi como se acercaba un hombre hindú con su Dhoti blanco. Supuse que se sentaría en la mesa contigua a la mía pero no le di más importancia. Yo pasaba las páginas observando con detenimiento las fotografías en un experimento propio, para intentar descifrar los titulares en ese alfabeto sánscrito con la imagen que les acompañaba. No sé cuanto tiempo pasó, cinco minutos o tal vez diez, pero al levantar la vista del periódico allí estaba él hindú sonriendo…espera…no era un hindú…¡era él!
El Dhoti blanco puro le hacía resaltar sus facciones, su bella mirada, su sonrisa de nuevo hindú, el cómplice de mi vida. Mientras se acercaba el dedo índice a los labios me susurró “No digas nada”. Nada podía decirle estaba sorprendida, muy gratamente sorprendida, casi hipnotizada. Me despertó un poco el tacto de un anillo en mi dedo, el fino metal plateado un poco más frío que el caluroso ambiente, y los detalles labrados que un rayo plateado de sol tuvo la gentileza de mostrarme.
Siempre recordaré aquellos palacios de la India, especialmente los de mármol blanco y templadas cortinas de seda.
[social_essentials]