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Sombreros de boulevard en Mayo

Recuerdo aquellas soleadas tardes en las que André y yo paseábamos por el boulevard. Niños que jugaban con su bicicleta a ser los héroes del tour, a ser capitanes de la marina, mientras las niñas saltaban a la comba y se sentían ingrávidas como las nubes. A veces André se perdía en sus pensamientos, el trabajo de oficina en ocasiones le robaba su sonrisa. En esos momentos le apretaba fuerte la mano y rápidamente volvía a mi lado. Me sonreía y nos perdíamos entre la gente, hasta que decidíamos detenernos en un terraza. Café o té dependía de la comida, del lugar, de quién nos rodeara, pero a veces creo que tomábamos lo que nos apetecía justificándolo con cualquier cosa. Era un ritual como otro cualquiera, una manía, una tradición  parte de nuestra normalidad.

Una buena tarde bien entrado el mes de mayo, se nos acercó una joven de aspecto muy humilde. Vendía pajaritas de papel de seda en diferentes tamaños y colores. Un trabajo simple, pero muy delicado pues dichas pajaritas estaban cuidadosamente pintadas y decoradas. Con pequeñas cuentas que brillaban al sol, delicadeza y mucho trabajo por unas pocas monedas. La compré una que era un broche, delicado y pequeño. Me quité el sombrero y lo prendí de él, mientras aquella chica se perdía en las terrazas enseñando su trabajo.

Siempre opino que un pequeño broche, una cinta o una diminuta pluma puede hacer que tu sombrero gane en belleza. El sombrero protege tu pelo de las inclemencias del tiempo. Te quita o da calor, a parte te complementa al conjunto de tu vestuario. Es lógico pues que un pequeño detalle le ayude a cincelar con maestría la imagen del buen gusto.

Y ahora en este lugar añoro tantas cosas, el sol, los paseos, los juegos de los niños. La sensación de no existir un mañana, de no abocar a las prisas ni a la melancolía. De ser y estar…de ser y estar…de estar.

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Descubrimiento

Fue una mañana de primavera, ella pasaba con su Rolls Royce camino de la embajada británica. Un providencial atasco, propició que el servicio de inteligencia cambiara la ruta hacia su cita. La ruta recomendada era algo arriesgada, zigzaguear entre calles hasta llegar a su destino. No había muchas rutas de escape pero la situación y la importancia de la reunión, precisaba de acciones rápidas y efectivas.

 Y sucedió, fue por un momento, un fugaz instante en la que su mirada se detuvo en un escaparate. Algo la llamó por dentro, una sensación conocida y agradable. Ordenó al chofer que se detuviera y desoyó las advertencias de su guardaespaldas. Ella no sentía temor, no había ningún peligro. Todo lo contrario, una sensación de felicidad acompañada con esa tranquilidad que todos encontramos en nuestras casas. Franqueó la puerta de entrada a la tienda y se perdió en su interior.

Pasó el tiempo mientras los guardaespaldas nerviosos, contestaban las llamadas del embajador. Varias veces intentaron convencerla que debían marcharse, que la requerían en la embajada y que había cosas que debían resolverse. Pero hasta que no estuvo satisfecha, haciendo uso de la razón, esa razón que nos devuelve un reloj en nuestra muñeca, se levantó de su asiento y se despidió con una sonrisa en los labios. Prometió volver, su palabra siempre la ha precedido. Pero antes de subirse al coche, nos guiñó un ojo y nos dio las gracias por cumplir nuestros sueños.

 Ella se marchó y no solamente nos dejó una sensación de felicidad en el Rincón de Mamá. Se dejó algo más. No importa, se lo guardamos como a nuestros clientes, como a nuestros amigos.

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