Un Connery en la cartera

Un Conery en la cartera.

Notar que te siguen, apretar el paso y sentir que alguien te respira en la nuca, doblar la esquina y correr al vehículo para salir disparado. Al lado nuestra cartera llena de documentos, mientras el primer semáforo tiembla en un ámbar poco piadoso pero no hay problema, porque nos da tiempo a pasarlo de sombra. Ajustamos el retrovisor y vemos que a través del cristal trasero casi empañado no nos sigue nadie. Levantar el pie del acelerador mientras nos mezclamos en la jungla del asfalto y somos uno más con el tráfico.

La verdad es que no hace falta tener un Aston Martin, ni sentirse perseguido por una facción que desea arrebatarnos los documentos de nuestra cartera, de echo no tienen ni porque ser documentos, quizás un valioso pergamino, o un diamante con un microfilm o simplemente una barra de labios junto a otra de chocolate a ser posible negro.

El diseño y la novedad traen personajes como un apuesto Conery dispuesto a portarlo. Da igual un poco esos cantos gregorianos que son los porta documentos estandarizados, de populosas marcas fabricadas en cadena, o de apetecibles comercios a los que a todos nos gustan que nos vean saliendo. La brillantez de lo único, la exclusividad de encontrarlo y nunca más repetirlo. Decía Dickens en su afamada novela, Oliver Twist  “No juzgue nada por su aspecto, sino por la evidencia. No hay mejor regla.” Y es lo que avanzamos, por muy bello y estiloso que parezca un complemento, un vestido, un simple sombrero, no lo juzgues antes de evidenciarlo, de ver como te queda, de sentir como te sienta.

Ser única, sentirse única, no aceptar la regla de adquirir lo que tiene el de enfrente, evitar mimetizarse con el entorno, tirar el papel de camaleón y tomar el de una propia. En el DNI se especifica quienes somos, en tu estilo quién eres. No siempre es lo mismo, una simple nota de música sirve para afinar una ópera, sé tú esa nota y nunca nunca, dejes de sonar.

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collar

Enfilando un collar

Enfilando un collar

Y allí estaba yo con mi collar nuevo, en calles empedradas, milenarias, centenarias donde perderse de la cobertura tecnológica que no nos permite respirar. Mezclar el sonido de nuestros pasos con el de las campanas que suenan pese a la lluvia. Vientos racheados que juegan a quererse llevar nuestro paraguas mientras nuestras manos con guantes de piel, asienten que no van a jugar a ese juego. Gotas furtivas de lluvia besan la mejilla al doblar una esquina, perderse es lo que tiene, encontrarse amada por los elementos a cada paso.

Redescubrir ciudades de caballeros, antiguos señores y quizás se me antoje un famoso escritor que perdido en sus pensamientos nos franquea el paso en esta acera a salvo de los  charcos fríos. Y al reparar en nuestra presencia a través de los mojados cristales de sus gafas, encogido y casi empapado, nos regala un suave “disculpe señorita” adornado por el vaho que se eleva a los tejados. Invitarle a una taza  de café caliente y aceptarla porque hace tiempo que gastó su última moneda en cuadernos blancos de escritura que ahora envueltos en algo parecido a un trapo se guarecen bajo su brazo.

Y allí en el café frente al colegio mayor que una vez hizo una gran persona, me muestra sus húmedos cuadernos, donde sus relatos, poesías y teatro aún se adhieren con su tinta a una blanca hoja que jamás pensó llevar impreso, el alma de un poeta.

De la conversación poco y mucho puedo contar. Daba clases en la universidad, le encantaba escribir en un rincón del museo regional, junto a piezas milenarias, decía que le evocaban a otras épocas, donde la prisa la regia la naturaleza y las cuatro estaciones. Que vivía en una casa pequeña, junto a la muralla, que sus vicios eran perderse en librerías y el monte sin importar el orden. Que de mujeres ya no había, que el imperio de Primark las había enlutado la diferencia. Que siempre pensaba que estaban las mismas mujeres, en su clase, en el tren, en el tan poético coche de línea (ahora autobús) y que al verme perdida en su ciudad, dio un gran rodeo por la calle del teatro y se enfrentó a mí tras su parada obligada bajo un canalón de hierro. Adoraba la escena de cantando bajo la lluvia, y se sintió el último hombre de este mundo, bien valía una pulmonía si ahora degustaba un café junto a la última mujer de este mundo.

Adoro perderme, adoro ser yo misma, elegir mis complementos, llevar un buen collar y dejarse sorprender por un desconocido que hacía varias calles ya que me seguía. Yo también sé hacerme la despistada ante los hombres con sombrero…

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Bronce en la piel

Bronce en la piel

Era verano, un suntuoso palacio al borde del mediterráneo, en el mar griego, lejos de las sirenas o mejor dicho de los tritones de una noche de verano. Escapaba de las fiestas, de los vestidos con sonrisa, de los saludos edulcorados. Una mano amiga me cogió del brazo, quería mostrarme lo último de su colección, el primero de mis suspiros…. Y no le culpaba, la más maravillosa de las lámparas se balanceaba en el salón estilo cretense, pero lo que a mí verdaderamente me atraía era una escala que bajara a la playa y así perderme. Pero casi nunca es lo que una quiere y menos aún cuando un acto social, un evento requiere tu presencia. Y cuando te requieren una está a la altura, basta un collar de bronce labrado por un artesano del metal blando y dejarse llevar por los instintos.

A veces el collar no es el mejor complemento, ni siquiera unos buenos zapatos o un bolso a juego, lo que es sin duda el mejor complemento es la actitud que nos lleve hacia adelante. Da igual guardias de trafico que nos detienen, embajadores que nos salen al encuentro, esposas que nos hacen cruces desde una esquina de la estancia. El cobre bien trabajado, es el arma homónima de un Homero, el búmeran de una aborigen del mediterráneo, si es que alguna vez hubo aborígenes en este mar. Recordar y ser recordada, reiterar nuestra presencia, de tú a tú con Swaroski, con oro, diamantes, perlas….o sedas finas. Jugar en el filo de la belleza, avanzar sin perder la posición, reflejar nuestra luz.

Collar de bronce
Collar de bronce

Un collar de bronce en nuestra piel es el cristalino de un iris que un Vulcano fraguó en el monte de su pasión. Eslabón a eslabón cosido a mano con hilo de oro bronceado al sol, al fuego de las estrellas, al vesubio de la creatividad.

Como navegar sin velas, como atravesar corrientes sin remeros, como ir sin el motor fueraborda que mueve todas las pasiones. Con delfines de bronce, de nacarado porte, de espuma y sal entremezclada con el perfume, siendo como no, única.

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Collar de verdes eslabones

Collar de verdes eslabones

Nunca suelo bajar corriendo las escaleras del trabajo. Una es cauta y para evitar males mayores suelo enroscar mi dedo en el collar. Una vuelta, dos hasta cuatro y cinco para lograr bajar. La escalera es corta pero puede traicionar, como aquel día.

Había corregido unos exámenes, no tenía ninguna prisa. No hacía excesivo frío y me apetecía pasear contemplando los escaparates. Ya casi olía a navidad y las tiendas ya estaban transformadas. Las pastelerías espolvoreadas de nieve de azúcar, emulaban belenes, escenas navideñas con sus reyes de chocolate y niño Jesús con su mula y buey de croissant. Me apetecía ver las zapaterías, como jugaban con las cajas y su calzado haciendo árboles de navidad coronados por la estrella de Manolo Blahnik, Loewe o Carolina Herrera.

escalera

Empecé a bajar la escalera, y mi dedo dio una vuelta al collar mientras veía ya en la acera de enfrente, junto a correos una fila de gente que certificaba sus regalos. De esta ciudad hasta donde estuvieran los suyos. Paquetes envueltos con un regalo elegido y un poco de aire de nuestra ciudad. Un pequeño suspiro o bocanada de oxígeno para quién esté lejos estas fechas.

Mi dedo dio la segunda vuelta al collar y una campanada de la catedral cercana me hizo recordar mis navidades de niña. El último día de clase y salir corriendo a la casa de mi abuela, donde esperaba mi madre y mis tías, alrededor de aquella vieja estufa de leña.

El collar se enroscó a la tercera vuelta en mi dedo mientras seguía descendiendo. Un grupo improvisado rondaba la calle con sus villancicos. Me sorprende que la época del mp3 se sigan fabricando aún zambombas. Sonreí al sentirme de nuevo pequeña

Cuarta vuelta de mi dedo al collar, todavía no había comprado mis regalos, quizás este año debería aparcar mi Tablet y entrar de nuevo en las tiendas. Nunca se sabe lo que te puedes encontrar, algún detalle, algún guiño, algún estante que me aguardaba, balda magica o mostrador de algún mago dependiente. Me gustaba la idea y quiero llevarla a la práctica.

Al quinto intento de enroscar mi dedo, y digo intento, una mano fuerte me agarró del brazo, evitando que cayera al suelo, cosa que hizo mi collar al salirse de mi cuello por el movimiento. Me giré y un joven con gorro de papa Noel, o no tan joven me sonreía mientras me seguía sujetando. Le di las gracias algo ruborizada, quizás pensará que fuera una despistada, el caso es que dio igual porque me propuso para calmarme una taza caliente de chocolate. Y yo acepté, si mi ritual del collar no me había servido, ¿quién es realmente una para negarse acompañar a un apuesto seguidor de Papa Noel?

Al final después de aquel chocolate no volvimos a quedar, aquel Papa Noel tenía sus planes y sinceramente…yo siempre he sido fiel a mi amado rey mago.

¡Felices fiestas!

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