Cuando una persona está en la cárcel carece de muchas cosas. La mayoría son cosas normales, cosas que pasan desapercibidas, como pasear por la calle, irte a dormir cuando estás cansada, contemplar el cielo. Pero también lo es la falta de cariño, de caricias, de abrazos, de no estar sola cuando te despiertas. Hoy he visto a una funcionaria novata con un pañuelo rojo. Se la pasó dejarlo en la taquilla y su superiora la recriminó casi sin darse cuenta delante de nosotras. El pañuelo no era gran cosa, algo que puedes encontrar en cualquier bazar, pero si lo era el color rojo. Entre muros y rejas, el único rojo que puedes ver es el de los extintores y el de las señales de prohibido. Mientras comía recordé aquellos tacones rojos que una vez me llevaron al cielo.
Recuerdo bien como paseaba por una gran avenida pensando en mis cosas, cuando decidí callejear y perderme un rato. Quizás me sentía perdida, cansada de fiestas, de desfiles, de presentaciones, de no tener tiempo para una, y como un intento de escapar, me encontraba andando en zigzag en un barrio desconocido. Niños en los parques, matrimonios mayores paseándo, fruterías, bancos y árboles. La vida no quería darme tregua, no había oasis para mí en este paseo en un desierto de banalidades, hasta que sonó el teléfono. Un mensaje me daba la dirección de un hotel, en un sitio céntrico. Ante mí se presentaba un genio de la lámpara que me indicaba por donde se salía de aquel desierto de emociones. Encontré un taxi y le indique la dirección como una autómata. La apatía gobernaba mis sentimientos, no había nada a lo que asirse para mantenerse a flote. Bueno sí, mis tacones rojos. En aquel taxi que hacía la carrera del sin sentido, me quede mirando mis zapatos. El rojo, el plata me alegraba. Quizás la vida es una eterna lucha entre el fuego y la plata. Sin fundirse quiero decir, fuego al fuego y plata en estado sólido, o quizás como se dice, cada cosa en su sitio.
El taxi se detuvo en la dirección indicada, pagué al conductor sin mirarle a la cara, no tenía ganas. Subí a la habitación sin dar explicaciones al recepcionista, botones o portero, era una sombra de rojos tacones, que se esfumaba de un tedioso capitulo en su vida. Mi misterioso y salvador genio de la lámpara me abrió la puerta. Mi corazón momificado se lleno de sangre y empezó a bombear con fuerza. Su mirada era una escala que te arrojan, desde un maravilloso navío, su beso las puertas del cielo, el abrazo la firma de un acuerdo de amor ante el cielo.
Él se quitó la corbata y yo los zapatos, fuera de la habitación se quedó la tierra baldía y el estertor de los días. Fueron horas, parecieron minutos, hasta que al día siguiente nos despertó llamando a la ventana, un radiante sol de una templada mañana.
Recogimos la lámpara, el genio se metió en ella y yo con él. Se acabaron los deseos, se terminaron las peticiones, yo estaba con el mago; y brillábamos…
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