Las cartas

No sé lo que me pasó aquella mañana. Supongo que tenía prisa por salir a la calle para encontrarle y no me detuve a pensar lo que hacía. Entré en el ascensor perfumándome mientras aquel vecino desconocido me observaba en silencio. Las puertas se cerraron suavemente y el ascensor comenzó su camino hacia el portal. Por un momento pensé que al abrirse las puertas, él iba a estar esperándome pero al llegar al portal solo me observaba por encima de su periódico el portero. Salí a la calle en busca de un taxi. Deseaba ver su coche rojo encendiendo las luces como un guiño del destino que viene a buscarme. Pero llovía y no había taxis. Caminé un rato, no recuerdo cuanto, hasta que una lucecita verde me hizo levantar la mano. Entré en ese taxi y le indiqué la dirección donde pensaba que iba a estar esperándome. La ciudad estaba casi desierta, algún transeúnte con su perro y su paraguas, algún autobús vacío. Era como si la lluvia no invitara al encuentro, como si la espera de ver a quién amas se refugiara tras una nube.

No quería esperar a los rayos de sol, menos a la calma que precede a la tempestad, quería verle, necesitaba verle. Casi sin darme cuenta llegamos a la dirección indicada, no había luces y parecía cerrado. Por no quedarme sola, le dije al taxista que por favor esperara, quería cerciorarme. Bajé del vehículo y me acerqué a la puerta de aquel lugar tan de moda. La puerta estaba cerrada y no se veía luz. Miré alrededor, algún cartel, algún indicador y nada. Había un timbre que pulsé sin respuesta, como mi búsqueda que no encontraba su correspondencia.

No entendía nada y subí al taxi de nuevo. Le indiqué que me devolviera a la dirección de mi domicilio. De verdad que no lo entendía. Abrí mi bolso de piel de pitón en busca del teléfono, quería llamarle y preguntar que es lo que había ocurrido, porqué estaba cerrado aquel lugar, donde me estaba esperando. Pero dentro del bolso no había nada, solo mis cartas; las suyas y nada más. Las estuve leyendo y releyendo toda la noche, olían a su perfume, tenían su voz, su tacto y su mirada. Y por la premura de verle, de abrazarle y sentirme en sus brazos, obvie lo importante para el día a día y me llevé lo verdaderamente importante, sus cartas.

Sin dinero, sin teléfono, con mi bolso, mis tacones y sombrero le comuniqué al conductor mi problema. El taxista sin quitar la vista de la conducción me dijo sonriendo: “No se preocupe señorita, que ya me ha pagado con su presencia”. Sorprendida le dije que me esperara, que subiría a mi piso en busca del dinero, y el encogiéndose de hombros, me dijo que no me preocupara, que otro día.

Nos detuvimos, llegamos a casa y la puerta se abrió. Allí estaba él con su paraguas y cara de sorprendido, ¿de donde vienes? ¿No íbamos al cine? Y asombrada, recordando que los domingos no abren aquel lugar de moda, que los domingos son de cine, y que salí una hora antes de casa.

 Son las cartas, las cosas que atesoran algunos bolsos, el mejor salvoconducto para perderse en la lluvia y para que por su puesto, te encuentren.

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 Bolso Piton

Bolso Amarillo

Recuerdos de Niza

Son días muy fríos, apenas la calefacción de esta institución cumple con su misión. Esta noche hemos dormido en un gran silencio. Normalmente las internas, suelen discutir, hablar en voz alta, reirse a carcajadas. Los funcionarios las reprimen y a regañadientes el silencio va ocupando su sitio. Pero esta noche el frío ha echo que nos callemos, nos tapemos con la manta y escuchemos el silencio. En la oscuridad de la celda, apenas entra la luz de un florescente del pasillo. Una luz amarillenta que me trae recuerdos. Recuerdos de otra tarde en la que buscaba nerviosa mi pintalabios en mi bolso. Un amarillo muy especial, en el que en Niza causaba sensación. Era en una terraza cerca de la playa, esperaba que él llegara. Quedaban unos minutos y aprovechaba para arreglarme un poco más para él. El sol de Junio mantenía una temperatura agradable, la aceituna de mi martini parecía feliz. Cualquiera que me hubiera leído la mente, me hubiera preguntado, ¿Como es una aceituna feliz? No sabría decirle, pero mi bebida estaba feliz, como yo por la espera, como este sol del mediterráneo, como este día tan azul.

Un taxi se detuvo junto a la terraza. Un hombre pagaba la carrera al taxista, parecía él pero no, no lo era. Un hombre con su mujer se bajó del taxi y se encaminaron hacia la puerta del hotel contiguo. Me impacientaba, la terraza estaba llena, no me gustaba estar sola y cogí mi bolso. Busqué una escusa para entretenerme, un motivo para perder unos minutos pasando revista a mis cosas. Pintalabios, teléfono, tarjeta, perfume…

Un beso en el cuello detuvo mi busqueda, una sensación muy familiar, un olor que aceleraba mi pulso, su olor, él… Me giré y allí estaba, de pie, sonriendome, con mi bolso en su manos, cerrándolo, sentándose a mi lado, de repente estabamos solo, no había nadie pese a los murmullos, pese a las miradas.

Pasamos una buena tarde, paseamos, reímos, nos abrazamos, hacía buena temperatura, algo olía a verano…en Niza.

 

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