El invernadero
Recuerdo…
Como las rosas de invernadero, en los fríos inviernos de la Alsacia. Con ese rojo tímido que el rocío de los vaporizadores va regando mientras el gélido viento golpea los cristales. Recuerdo esas tardes embriagadas en perfumes de flores, olor a leña de la chimenea y esa paciencia infinita de André para ir moldeando los rosales. En esta época puede parecer extraño ver a un hombre cuidar flores, recortar ramas secas, dirigir los nuevos brotes. Pero en esa Alsacia de mis recuerdos, el tiempo no invitaba a salir a la calle, y las visitas escaseaban como los rayos cálidos del sol.
¿Así que podía hacer André en los días invernales de domingo? Sumergirse en la lectura de un libro, mientras el vapor de una tetera nos susurraba que era mejor no salir a la calle. Durante un tiempo lo hizo, mientras hacía pausas para resumirme quién era el capitán Ahab y su obsesión por Moby Dick. O como Davy Crockett defendía un Álamo que poco sabía de su fama.
Pronto mi André quiso compartir conmigo, algo más que sus resúmenes literarios y con un poco de dinero ahorrado reconstruyo el viejo invernadero de nuestra casa.
Poco a poco los libros de aventuras, de grandes gestas fueron cediendo su sitio a los de botánica. Probamos varias plantas, pero al final nos decidimos por las rosas. De todos los colores, de varias especies. Esos inviernos en los que la nieve franqueaba el paso a la invitación de buscar aventuras, el invernadero se convertía en nuestro refugio.
La semanas se hacían largas, de casa al trabajo y la rutina diaria, pero los domingos eran para ese invernadero. Recuerdo el olor a café y a leña en la cama al despertarme. Bajar al comedor y ver la puerta del invernadero abierta. En la mesa de trabajo mi café, alguna pasta y siempre André leyendo con admiración aquellos libros.
El trabajo
El plan de trabajo era sencillo, localizar hojas secas, contabilizar nuestras miradas, regar y trasplantar los nuevos brotes. Recordar la madera de tea, de pino con rosa Nuage todavía me estremece.
Y si me pinchaba allí estaba André, como un soldado del frente con su botiquín blanco, impoluto. Me curaba y me vendaba como quiero imaginar, que se cura el ala dañada de un ángel en el cielo. Y luego buscaba en el viejo cajón de la mesa de trabajo, y entre papeles de seda siempre me entregaba un regalo. “Para quitarme el dolor me decía”…. Un collar, unos pendientes, un anillo… Pero para mí no era el regalo, si no la cura, la ternura de André, aquellas manos, las suyas…
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